El Cafe de Nicanda
por David Barraza
Como todas las mañanas, despertó el Café de Nicanda. Las sillas sobre las mesas y los rayos del sol dorando los gastados rincones de madera. Cuando yo entro, Nicanda siempre aparece. Hoy me pareció verla más vieja que nunca. Con su paso lento y difícil. Sus arrugas y los desiertos de soledad.
Me siento en la misma mesa de siempre y ella siempre con esa gran sonrisa. Ya no se atreve a preguntarme que voy a pedir, porque sabe que vine por lo mismo de todas las mañanas: su sonrisa y un café.
por David Barraza
Como todas las mañanas, despertó el Café de Nicanda. Las sillas sobre las mesas y los rayos del sol dorando los gastados rincones de madera. Cuando yo entro, Nicanda siempre aparece. Hoy me pareció verla más vieja que nunca. Con su paso lento y difícil. Sus arrugas y los desiertos de soledad.
Me siento en la misma mesa de siempre y ella siempre con esa gran sonrisa. Ya no se atreve a preguntarme que voy a pedir, porque sabe que vine por lo mismo de todas las mañanas: su sonrisa y un café.

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